16 agosto 2006

desnuda

Regresé a la ciudad un poco más desnuda. Desnuda de hielo y de ropa. Desnuda de alma. Y no siento frío.

No sé donde andaba mi timidez cuando me despojé de la ropa y me sumergí en agua que fluye. No me planteé la posibilidad de ir a buscar un traje de baño. Simplemente me estorbaba la ropa y la sustituí por agua y sol. Por sol y agua.

Sol que calienta la piel y el hielo bajo ella. Hielo rodeado de agua que se deshace.

En las noches, frío nocturno iluminado por estrellas. En los días, sol amarillo rodeando mi cuerpo desnudo.

Reconocí a un trotamundos con el que ya coincidí en el pasado y me explicó los secretos de su soledad trashumante. Me habló de besos y sueños, de amores y preamores. Porque, me dijo, nunca se había enamorado, solo preenamorado. Esa era su elección de vida.

Y recordé el momento en que mi trotamundos favorito quiso enseñarme sus virtudes como amante. Y mientras recordaba y escuchaba sus palabras, me pareció más interesante que nunca. Pensé que podría pasar horas escuchándolo, pero mi respuesta del pasado sigue siendo la del presente: No. No seremos amantes.

Conversé con una chica mientras a nuestro alrededor caían estrellas, fugaces estrellas de belleza helada en la noche fría.

Conocí a dos chicas pura representación de “la amistad”. Y me encantó que quisieran compartirla conmigo. Me enseñaron un rincón especial y allí quisieron confiar en mí. Me tiraron las cartas de una baraja gitana sobre el suelo de piedras y tierra. Frente a nosotras montañas cortadas a pico. En el suelo mi destino en forma de trébol de cuatro hojas. Lo mejor los momentos compartidos.

Cedí durante un instante mi piel a otra mujer y ella quiso usar sus manos para hacer un masaje. Y no notó el hielo enganchado a mis articulaciones, y se sorprendió de encontrarme tan relajada, y yo, también.

Hice, también, algo que se me da mejor que recibir. Dar. Prestar mis manos, perder la conciencia por unos minutos, largos minutos de contacto de mi piel con la suya. Hombre, mujer… no importa, pero era una mujer. Mis manos, su piel y entre ellas algo de aceite. Solo eso. –Cómo se nota que haces esto a menudo, ¡Deberías dedicarte a dar masajes! –Dijo ella. –No. No lo hago a menudo –respondí. Y mientras hablaba mi cuerpo se inundó de una timidez sólida y fría que ella disolvió con una enorme sonrisa.

Regresé con tantos teléfonos y mails que no sé si podré responder a todos. Con algunos me comprometí, con otros no. Algunos contactos ni tan siquiera los pedí pero llegaron a mí.

-Aquí te desnudas por dentro además de por fuera. –Dijo otra mujer. Sí. Quizás nunca antes me desnudé así. No ante tanta gente, no de un modo tan poco íntimo y profundo a la vez.

Una señora adinerada replanteándose su vida quiso explicármela. Y me sorprendió que le hicieran tanto bien mis palabras. -Te llamaré – me dijo al despedirse.

Me sorprendió un enorme, intenso, abrazo de despedida de una chica de ojos claros y profundos como el mar. Pasaron los segundos y ella seguía abrazándome. En cierto momento comenzó a apretar con sus brazos mi cuerpo contra el suyo. Pensé que era más fuerte de lo que anunciaba su frágil mirada, pensé, también, en toda la gente que nos rodeaba, finalmente me olvidé de todo, solo existía nuestro abrazo y mi cuerpo se relajó. Acerqué mis labios a su oreja y le dije -Cuídate.

–Vuelve pronto -me dijo mientras me daba su teléfono. Yo no le había dado el mío. Me besó en la cara durante largos segundos. Había hablado muy poco con ella. Es heterosexual. Yo no. Sé que lo sabe. No me siento incómoda, en el pasado me habría sentido perdida, ahora simplemente pienso en la enorme energía transmitida en ese abrazo. Nada más. Probablemente volveré a verla, la saludaré y sonreiré. Quizás hablemos algo más. Quizás una amistad, quizás no.

Y también dije: “No” y no fue un “no” causado por la parálisis que el hielo provoca en mis extremidades. Fue un “no” fluido como el agua en la que mojaba mi cuerpo cada día. Un brasileño quiso que yo le hiciera un masaje y yo no. También lo pidió a otra chica pero ella decidió darme el masaje a mí. No renuncié a intercambiar palabras con el brasileño y me encantó hacerlo, pero no me apetecía tocarlo, es así de simple.

Redescubrí que el Tai-Chi no era lo mío. Quise enseñar a mi cuerpo a moverse lentamente junto al mejor maestro que puedo imaginar. Pero no funcionó, no ahora. Porque ahora lo que pide mi cuerpo es movimiento libre. El control no se lleva bien con el deshielo.

Me fui de excursión y ejercí de guía por esos caminos empinados. En otro momento quise irme sola para sentir el aire en mi cara, la tensión en las piernas, la adrenalina corriendo por mi sangre llenando mis músculos de energía. Subí, subí, subí… en un refugio bebí y conversé con un señor que quiso saber de dónde había salido yo. Me encantó ese encuentro. Luego bajé, bajé, bajé… tropecé con raíces y piedras, lastimé la piel de mis piernas con los tallos llenos de espinas de la vegetación que casi cerraba el estrecho camino, pero no paré.

Y luego… al llegar abajo, me desnudé otra vez. Libre. Y comí y bebí y conversé. Y soñé mirando las estrellas.

Escribí sobre lo sentido y fantaseé con publicarlo aquí. Pero no lo hago. Escribo ahora con nuevas letras. Letras de deshielo con las que me desnudo, ahora, aquí, otra vez.

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