No sé porqué pero me gusta correr. Porque sí, porque una carrera, porque llego tarde, porque estoy jodida o porque quiero. Correr ha sido algo así como un continuo en mi vida y cuando no he podido hacerlo lo he pasado mal.
De turismo por mi pasado, en este blog, me he encontrado con varios textos en los que hablo de correr. Me recuerdo escribiendo uno de ellos. Jadeante, las manos mojadas sobre el teclado, incapaz de mantenerlas quietas. Escribir como necesidad absolutamente vital del mismo modo en que un momento antes lo había sido correr.
No soy competitiva, creo. Pero todavía recuerdo aquel día de mi infancia en el que me apunté a una carrera de pueblo. Fue una decepción total. Mi orgullo infantil necesitaba ser restaurado. Un mes después hubo otra carrera, entrené corrí y gané un trofeo. No soy competitiva, creo, pero ganar trofeos de hojalata tiene su qué.
Luego crecí, vestí dorsales y coleccioné más hojalata. No soy especialmente rápida, simplemente sigo cuando llueve, graniza, hace viento, calor o, incluso, cuando no queda nadie a quien perseguir.
Con lágrimas y risas, las manos frías, el pecho caliente y los pies calzados, o no, he corrido en sitios absurdamente solitarios; cálidos a veces, fríos otras. Sorprende lo agradable que es notar el suelo bajo mis pies sin nada que los proteja. Áspero, duro, suave, blando, helado o abrasador.
Huellas sobre la nieve atrapadas en un archivo digital que me devuelve un frío externo propio de otros tiempos.
Las manos secas sobre el teclado, respiración pausada y corazón tranquilo. Un líquido caliente deslizándose hacia dentro y las huellas de mis pies en el recuerdo. Quizás mañana pueda volver a correr.